Pura y sagrada [Rosa Montero]

2012, 16 septiembre

Ya he citado en otra ocasión el maravilloso libro de Paul Theroux La sombra de Naipaul (Ediciones B) y hoy vuelvo a sacarlo a colación para reproducir una frase que, según Theroux, le dijo un día una mujer de 97 años: “La pena es pura y sagrada”. Exacto, así es. No se puede decir más en menos palabras.

Soy vitalista y disfrutona por naturaleza, y detesto esa idea masoquista judeocristiana según la cual este mundo es un valle de lágrimas al que hay que resignarse. El santo Job que todo lo aguantaba me parece un pelmazo insoportable, un tipo de una pasividad rayana en la catatonia. No entiendo por qué hay que sufrir innecesariamente y estoy a favor de la muerte digna o eutanasia, así como también de todo tipo de drogas contra el dolor físico. Ahora bien, dicho todo esto, he de añadir que es verdad que el sufrimiento también forma parte de la vida; y que la pena es una experiencia que nos cambia de arriba abajo y que puede revelarnos la sustancia del mundo.

Existe una rara enfermedad congénita que hace que los niños que la padecen sean incapaces de sentir dolor físico. Es una dolencia aterradora y los críos afectados suelen morir muy jóvenes, porque el dolor es una de las herramientas de defensa del organismo; y así, los enfermos que tienen este mal se suelen quemar en los radiadores o con agua hirviendo, o sufren gravísimas necrosis de los miembros porque dejan los brazos o las piernas en la misma posición y sin riego sanguíneo durante demasiado tiempo. Es decir, el dolor nos ayuda, nos enseña. Sin él, la conservación está amenazada. No podemos, no sabemos vivir sin que la vida nos duela.

Estoy hablando, claro está, del mero dolor físico, pero esta enfermedad, como tantas otras (qué elocuente es el cuerpo) es una metáfora de la totalidad. También el dolor de corazón (cierto dolor, al menos) nos agranda la vida; también la sagrada pena nos instruye. Hace muchos años le hice una entrevista a Iñaki Gabilondo para EL PAÍS; con su palabra fácil y precisa me habló de su
primera mujer, que murió muy joven y de cáncer. Y Gabilondo vino a decir hermosamente que, a pesar de todo el sufrimiento, de los largos años de lucha y la dura agonía, no se quejaba de haber vivido todo eso; y que eso constituía, en realidad, una de las experiencias más importantes, si no la más, de toda su existencia.

Hace poco intuí esas mismas honduras transparentes, esa pena abrasadora que todo lo arrasa y todo lo limpia, en el duelo de unos queridos amigos por su hijo. Iñaki Martínez, se llamaba. Tenía 21 años. Era un chico estupendo. Escribía muy bien. Murió de leucemia después de tres años de enfermedad y pelea. Esto es injusto, esto es abominable, esto es inadmisible; pero, con todo, creo
que sus padres lograron vivir junto con Iñaki, en la enfermedad y también en la muerte, esa experiencia esencial de la pena más pura y más sagrada. Esto es, creo que consiguieron trascender el dolor embrutecedor, que intentaron entender y buscarle algún sentido al sinsentido, que se hicieron los tres más grandes y más humanos.

No sé si me explico: ojalá nadie tuviera que sufrir. Ojalá nadie perdiera nunca ningún hijo, por ejemplo. Hay desgracias tan salvajes, tan abundantes o tan repetitivas que son imposibles de soportar y le quiebran el espinazo a las personas, desbaratándolas para siempre. Pero, por otro lado, ¡el ser humano es capaz de aguantar tanto! Y hablo de un aguante activo, no como el de Job; hablo de nuestra maravillosa capacidad para volver a ponernos de pie después de haber caído de rodillas. Cuando no rompe, cuando no mata, el dolor enseña. Nos pone en contacto con los demás. Nos permite atisbar el dibujo sustancial de las cosas. El corazón del mundo. La ignorancia del adolescente, esa dureza que muchos de ellos muestran, ese egocentrismo que les hace enrocarse dentro de sí mismos, es una consecuencia no sólo de haber vivido poco, sino, sobre todo, de haber sufrido poco. Porque el dolor es una forma de sabiduría. Toda la gente interesante que conozco conoce la quemadura de la pena. Como la anciana que habló con Theroux: cuantas desgracias habrá asumido y sobrevivido a sus 97 años para llegar a comprender, tan lúcida y tan fiera, que la pena es pura y es sagrada.